Yo soy de los que les gusta hablar, no en vano tengo un blog.



Como algunos de ustedes ya sabrán, mi nombre es Josep Roca.



Interrumpo las crónicas de ir a comer con niñas, justo para abrir este episodio de ir a comer sin ellas.



Llevamos un trimestre algo movido. Mucho médico, algo de hospital y bastante inquietud familiar que, por suerte, parece que quedará en poca cosa. Así que, tocando madera y desde la prudencia, cojo algo de aire, respiro y me siento más tranquilo para poder volver a escribir. 


Hace un par de meses que empecé a encarar el fin de una década.

Hace casi tres años, contaba en este blog la historia sobre la olla, la cruz y la campana que cohabitan en el Santuario de Núria (Ripollés) y al que se les asocia el prodigio de fomentar la natalidad si se introduce la cabeza en la olla, a la vez que se hace sonar la campana.


Este mes he sumado un año más a mi cuenta personal. 



Si hay algo de comer que estoy echando de menos durante este confinamiento es un buen pan.


Con esta semana ya hará cuatro que no nos movemos de casa.
El coronavirus, que como dice #lamorritofino es este bichito que no nos deja ir a la calle, nos está poniendo a prueba a todos.

No es fácil encontrar a alguien con quien disfrutar comiendo.


Hubo alguien que un día, hace casi veinte años, decidió que a mi nombre de pila le faltaba punch y me empezó a llamar Pepu.


Yo de pequeño era un empollón.
Empollón y, además, empollón repelente.


En mi época de estudiante y becario del departamento de matemáticas, tuve la suerte de participar en un proyecto docente que en aquella época era único en su especie. Se trataba de Algweb, una web interactiva cuyo objetivo era tratar de hacer algo más digerible la asignatura Álgebra y Geometría, que por aquella época era una de las bestias pardas del primer curso de Ingeniería de Caminos.


Como muchas otras cosas que pasan en una relación y que nadie asume como ciertas, pero que en realidad lo son, mi mujer tiene secuestrada mi cuenta de Instagram.
Solo la mira y la cotillea un poco entre amistades y restaurantes, pero, aunque me fastidia relativamente, es una de esas concesiones matrimoniales por las que hace tiempo tiré la toalla y decidí no discutir.

"Este fin de semana, podríamos hacer fricandó".