Hubo alguien que un día, hace casi veinte años, decidió que a mi nombre de pila le faltaba punch y me empezó a llamar Pepu.


Yo de pequeño era un empollón.
Empollón y, además, empollón repelente.


En mi época de estudiante y becario del departamento de matemáticas, tuve la suerte de participar en un proyecto docente que en aquella época era único en su especie. Se trataba de Algweb, una web interactiva cuyo objetivo era tratar de hacer algo más digerible la asignatura Álgebra y Geometría, que por aquella época era una de las bestias pardas del primer curso de Ingeniería de Caminos.


Como muchas otras cosas que pasan en una relación y que nadie asume como ciertas, pero que en realidad lo son, mi mujer tiene secuestrada mi cuenta de Instagram.
Solo la mira y la cotillea un poco entre amistades y restaurantes, pero, aunque me fastidia relativamente, es una de esas concesiones matrimoniales por las que hace tiempo tiré la toalla y decidí no discutir.

"Este fin de semana, podríamos hacer fricandó".


Seguramente una de las cosas más absurdas de los padres con bebés son las comparativas entre su descendencia.