De todos los libros de cocina que tengo, cantidad que no me atrevo a ponerle número por miedo a pasar verguenza, hay uno que me gusta especialmente. Es una edición sencilla, de papel rugoso y tamaño de bolsillo, en la que Carme Ruscalleda, delante del mar, protagoniza en la portada la única foto del libro. Cocinar para ser feliz, que así se llama, me costó menos de lo que vale hoy un menú del día y, cosas de la vida, es el libro de cocina que seguramente más veces he consultado.

Hace ya unos años que solemos hacer pequeñas grandes incursiones en L'Empordà.
Nos gusta el paisaje, nos gusta la comida y rara es la vez que no nos sentimos a gusto. De hecho, nos gusta hasta el trayecto en coche. Pero la verdad es que, cuando nuestros amigos nos dijeron que nos mandaban un fin de semana a casa de los Jordà Giró, no nos hacíamos ni una pequeña idea de lo que nos esperaba.


Lo reconozco.
Yo siempre había sido de esos que decían que casarse es una de esas cosas de la vida que no hacen falta para nada.

Y, de hecho, sigo pensando firmemente que no hay compromiso que valga en una relación, si ésta se ve condicionada a pasar por un altar.

Pero lo que sí es verdad es que, a medida que pasa el tiempo, cada vez tengo más claro que las cosas buenas deben ser celebradas. Y con eso no quiero decir que haga falta montar una fiesta todos los días, pero sí exprimir los buenos momentos para darles la importancia que se merecen. Al final, la felicidad no deja de ser una recopilación de pequeños instantes pasados y expectativas que no sabes si se cumplirán. El presente, como dice la propia palabra, es un regalo y no disfrutar de las cosas buenas que tenemos en cada momento sería una lástima.

El caso es que, después de nueve años juntos, Susana y yo pensamos que era un buen momento para reunir a las personas más próximas y celebrar que nos queríamos. Así que decidimos que nos casábamos y en poco más de tres meses íbamos de boda. De la nuestra.

Detalles organizativos a parte, dado que una de nuestras principales aficiones de hoy por hoy gira alrededor de las buenas mesas, queríamos que la celebración de este día reflejara un poco lo que nos gusta encontrar cuando salimos a comer fuera de casa.
Y, sin dudar demasiado, fuimos a buscar a Jó Baixas.

El Follia es una preciosa masía de San Joan Despí puesta al día, en la que ya habíamos estado hace unos años en su versión "Follia de pot", que es la parte del restaurante ubicada en la bodega, donde se sirven tapas y raciones. Pero lo cierto es que nos faltaba visitar el restaurante de carta, que se acomoda en un precioso comedor que da al huerto.
Así que, previa conversa con Jó, un día fuimos a comer.


Para mi hay una manera muy fácil de explicar la cocina del Follia y es definiendo al cocinero: Jó es un goloso sin complejos. Sirve aquello que le gusta, y esto hace que sea muy difícil encontrar un plato en la carta que no te apetezca probar. Cuando te explica un plato, ves perfectamente en su cara que se sacaría la chaquetilla y se lo comería él.

Ese día comimos como unos señores y, disfrutamos tanto, que cualquier expectativa quedó en nada. No hubo plato que no nos gustara.

Todo empezó, que dice aquel, con los aperitivos de la casa: un mojito sólido y una crema de tupinambo con un tartar.





"Primeros para compartir": A parte de un montón de primeros para escoger, se puede escoger esta opción dónde sirven cuatro raciones que va cambiando según temporada. No sé cual nos gustó más.
Salmón marinado con wasabi y salteado de alcachofas-ajos tiernos-gambas.

Morro de cerdo con trompetas.

Curioso tartar de verduras del huerto, al estilo de un steak tartar

De segundo quisimos probar carnes.

Presa Ibérica muy sabrosa.

Solomillo con romero. TREMENDO PRODUCTO con un gracioso toque del Romero

Prepostre y postres estupendos: caqui con yogur y chocolate en texturas.





A parte de la carta, Jó tiene un menú de temporada muy interesante y otro degustación especial que llama "Follia al revés", donde la comida no es lo que parece y se empieza a comer por los postres y se acaba por el aperitivo. Este menú de trampantojos, palabra usada hoy en todos los programas de la tele, no lo hemos hecho (todavía).


En cuanto a nuestro enlace, todo fue excelente.
Optamos por un menú con una serie de aperitivos que tomamos en el huerto y, ya en el comedor, hicimos tres primeros del estilo de las raciones para compartir y, como no podía ser de otro modo, el solomillo al romero.
Curiosidades de la vida, Jó hace un prepostre de piña colada similar a uno que hago yo en casa con espuma de coco y piña. Una conexión gastronómica que no podíamos pasar por alto.







Pienso que el Follia es un gran restaurante llevado por un cocinero muy humilde, goloso como él solo y al que vale la pena visitar.

Y en cuanto a casarse... es una experiencia estupenda que recomiendo encarecidamente.
Celebrar las cosas buenas es de lo mejor que se puede hacer en la vida.
Gracias a todos por formar parte de ella.


Y casi me olvido.

¡Viva el cocinero del Follia!

Follia
Carrer de la Creu d'en Muntaner, 17
Sant Joan Despí, Barcelona
934 77 10 50
follia.com



No sé por qué, siempre habíamos imaginado un viaje de novios ambientado en aguas caribeñas, bailando salsa y tomando mojitos. De hecho, así lo teníamos encarrilado cuando un mosquito nos hizo entrar el miedo en el cuerpo y, cosas de la vida, acabamos apuntando hacia el otro lado del mundo.

Y nos fuimos a Japón.



A lo Tarantino, voy a empezar la historia al revés.
Nos casamos, fuimos de viaje a Japón y regresamos, con la nostalgia de todo lo disfrutado.

Escribí sobre su casi perfecto Restaurante, su golosa Taberna y su Terraza ideal.

Aureli Mora, amigo, arquitecto y buen gourmet, me dijo que si me gustaba la comida japonesa debía visitar imperativamente el Hisako, una taberna japonesa de la calle Londres.
Y si no me gustaba, pues también, porque el proyecto del local era de su despacho de arquitectos.

Uno de mis platos más aclamados, o familiarmente más aceptados (si rebajamos un poco el autobombo del verbo aclamar), es uno que hago con carrillera de ternera.


El camino que lleva a nuestro habitual retiro espiritual en tierras Castelllanas suele ser objeto de un trascendental proceso de toma de decisiones que cada año nos tortura de mala manera: ir por Logroño o ir por Soria.
Dicho de otra manera, en términos enológicos, ruta Rioja o ruta Ribera del Duero.
Es una verdad como un templo que cuando era pequeño, y no tan pequeño, yo no era de muy buen comer.

Aunque me duela aceptarlo, era lo que en catalán llamamos un “llepafils”, que traducido literalmente sería un “lame hilos”, y que viene a significar algo así como un “tiquismiquis de la comida”.
Interrumpo la serie de relatos de cocina de cuchara para hablar, antes de que acabe el verano, de la terraza que tiene el universo Hofmann en el Born, a pocos metros de su pastelería.
Esta historia se remonta a mediados de abril, cuando los guisantes eran producto de temporada.
Ya sé que ha llovido aguas mil, y que en términos blogosféricos es hablar casi de la prehistoria, pero es lo que tiene no tener ni un segundo para escribir justo cuando más se tiene por contar. Que le vamos a hacer, que por intención no sea.


Me salté abril y mayo.
Estoy decepcionado conmigo mismo porque llevaba tiempo manteniendo el propósito de publicar el mínimo minimorum de una vez al mes y, justamente cuando más tengo para contar, dejo el blog totalmente abandonado. Si mantengo así el propósito de continencia alimentaria que estoy haciendo para meterme dentro de un traje a final de mes, lo tengo claro.

Por lo que respecta a estos meses de ausencia blogosférica, hemos gozado de cocina con mayúsculas, sitios que han superado expectativas y también, porque no decirlo, algún chasco de los grandes, pero que muy grandes (aunque estos no los contaré nunca por aquello del derecho a tener un mal día).

El caso es que el título de esta entrada, que mientras escribo me planteo si google me la dejará publicar tal cual al contener el pornográfico palabro sexo, hace referencia a un gran sitio. Que no se engañe nadie. Le deben de haber llamado Taverna para quitarle trascendencia y llamarlo de alguna manera que permita identificarlo con la cocina de cuchara. Asociarlo al concepto tasca, es más que un error.

Certifico una vez más que el sello Hofmann es un tiro seguro. Su restaurante gastronómico, del que ya hablé, es de aplauso, su pastelería es de escándalo y en este espacio llamado Taverna Hofmann se come de maravilla.


El sitio no es muy grande y no suele resultar el no reservar con un poco de tiempo. Lo dice uno que ha llamado unas cuantas veces para ya y se ha quedado con las ganas. En cuanto a la carta, es tan tremendo como cierto, pero nos apetecía el cien por cien de la misma. Que duro es esto de poder escoger...

Lo que cenamos:

Su pan, tipo focaccia


Buñuelos de bacalao con alioli de ajo negro


Alcachofas con papada. Aquí se ve que hace bastante que pisamos este sitio. Esto estaba muy bueno.


Papillote de judías al almejas. Esta es la imagen que subí al instagram. Con eso lo digo todo.



 Costilla de cerdo glaseada. La foto no le hace justicia al plato. Quizás el mejor de todos.


Albóndigas con escamarlanes. Sabroso mar y montaña.

Cheese Cake de la pastelería. Hay un montón de vasitos que te sacan a modo de muestra para que escojas.


Notará el lector más avispado la casual consonancia de la penúltima línea de la factura con el titulo del post...

En este sitio se come muy bien.

Taverna Hofmann
C/ Girona, 145
Barcelona
93 624 17 62
En mi sufrida vida como aficionado a la cocina, he intentado hacer pasta fresca en casa un par o tres de veces, con un éxito más bien cuestionable. 
Cuando era muy pequeñín, mi madre, que hoy cumple años, preparaba un arroz que movía montañas. Llevaba butifarra troceada, sepia, gambas, judías verdes, un sofrito clásico con tomate y diría que no mucha cosa más. Le quedaba meloso, nada seco, el grano estaba entero, redondo y sabroso. Nunca se le pasaba y siempre, absolutamente siempre, clavaba el punto de sal.