Mostrando entradas con la etiqueta Comer muy bien. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Comer muy bien. Mostrar todas las entradas

Aviso que voy tarde.


Hubo una época en mi vida, cuando era más joven, en la que me dedicaba a visitar restaurantes diferentes a medida que iban abriendo. Era algo así como ir al cine a ver la película más nueva, pero en su versión más gastronómica y, las cosas como son, algo snob. 


Tengo un sobrino que este año ha cumplido dieciocho años.

Yo digo que tengo un primo cocinero.

Vamos a ponernos serios.



Tengo un amigo, Alejandro, con el que compartimos un ritmo de vida similar desde hace más de veinte años. Nos conocimos en la universidad, empezamos a trabajar a la vez, nos independizamos más o menos al mismo tiempo tiempo y tenemos hijas e hijos de más o menos la misma edad. Durante todos estos años, hemos compartido veladas, fiestas, tardes de penas y glorias, ratos solos y buenos momentos con parejas y, los últimos seis años, también jornadas enteras familiares con un montón de niños dando alegría al hogar.

Este año hemos celebrado muchas cosas con macarrones.

Vale, he empezado mal.
Vaya por delante que no tengo nada en contra de ningún tipo de cocina y mucho menos que la reconciliación que titula este blog venga para enmendar ninguna trifulca internacional.

La primera vez que pisamos Formentera fue hace doce años.


Si algún día vamos a comer, raro será que me vean pedir un plato de pasta.
No es que no me guste, porque la disfruto cómo el que más, pero así como hay personas que, como mis hijas sin ir más lejos, podrían vivir de macarrones de primero y raviolis de segundo, a mi no es algo que me haya llamado nunca la atención.

Sí, bueno, vale.
Ya sé que hace poco más de tres meses dije que abandonaba temporalmente este medio de expresión porque no podía encontrar el tiempo de calidad que, como divertimento, me gustaría dedicarle. Y ustedes, soberanos lectores, dirán, con toda la razón, que pues qué poco aguante he tenido, que traducido a lo que diría mi mujer seria un "prff, vaya credibilidad la tuya".
Pero sí y pues sí. Aquí estoy.


Aunque no cambie por nada del mundo a los dos maravillosos monstruos que tengo por hijas, reconozco que la paternidad, la concilación laboral, la compra, las lavadoras y el intentar recoger la casa para que no parezca un chiquipark en horas bajas, nos están dejando poco margen para respirar si no es para ir a la cama a dormir.

A partir de los 40, empieza la decadencia.


Si algún recuerdo bueno me quedará de la pandemia, será el de cuando cargaba a mi hija mayor al coche e íbamos a buscar la cena al Bardeni. 


Yo soy de los que les gusta hablar, no en vano tengo un blog.



Como algunos de ustedes ya sabrán, mi nombre es Josep Roca.



Interrumpo las crónicas de ir a comer con niñas, justo para abrir este episodio de ir a comer sin ellas.



Llevamos un trimestre algo movido. Mucho médico, algo de hospital y bastante inquietud familiar que, por suerte, parece que quedará en poca cosa. Así que, tocando madera y desde la prudencia, cojo algo de aire, respiro y me siento más tranquilo para poder volver a escribir. 


Hace un par de meses que empecé a encarar el fin de una década.

Hace casi tres años, contaba en este blog la historia sobre la olla, la cruz y la campana que cohabitan en el Santuario de Núria (Ripollés) y al que se les asocia el prodigio de fomentar la natalidad si se introduce la cabeza en la olla, a la vez que se hace sonar la campana.